Son dos. Los voy midiendo desde
la esquina de 27 y Maipú, la del quiosquito. Un ella y un él. Encimados, ensimismados
contra la pared. El farol de la calle y la noche los pintan de negro y naranjas.
Sigo caminando por su vereda. A los 20 metros él ya está dentro de ella.
Cuatro, cinco pasos más. Los miro y no se inmutan ni un instante. Aquí en la
ciudad de las iglesias, 440 años después, cojemos en las calles. Gracias a
dios.
Paso lo más cerca que puedo. Me
esfuerzo en rozarlos, toco algo, un culo, una teta, un codo. Sigo de largo. Todo
rígido, camino lentamente. Espero que de pronto se den vuelta y me noten.
Llego a la esquina y me detengo a
mirarlos. Los veo separarse: El le da un beso, ella se arregla el pelo, se caga
de risa. Suben a una moto y pican en contramano por 27. De fondo la espalda de
la piba brilla en la calle. Toda blanca, como la cal del paredón.